Por Carolina García.
Figurada en un escenario no muy alejado a lo que podría ser la realidad, producto del miedo y el descuido humano, la distópica saga Maze Runner llega a su fin con Death Cure (La cura mortal). Dirigida por Wess Bell y bien acogida por el público, será estrenada a nivel nacional el próximo 2 de febrero en sala 2Dx, 3D y IMAX 3D.
Después que el hombre despojó cada partícula de la naturaleza, la misma le reclamó, el deshiele de polos y los altos niveles de calentamiento global terminaron casi por completo con la vida humana, dejando un virus en el aire sumamente violento, donde las personas infectadas mueren a medias.
Arena, polvo, sol y adrenalina, es como apenas comienzan los 143 minutos de acción, caos y revolución que se desata en el tercer rodaje de la adaptación del libro The Maze Runner (James Dashner, 2009). En medio de una atmósfera desértica y una emboscada, Thomas (Dylan O’brien), junto con los habitantes, Newt (Thomas Brodie-Sangster) y Sartén (Dexter Darden) y algunos nuevos integrantes del equipo se enfrentan al rescate de Minho (Ki Hong Lee), quien sigue prisionero por la inmunidad que ha adquirido contra el virus de la Llamarada.
La paleta de colores cálidos que llena la vista en la primera parte de The Maze Runner, colma un ambiente de tranquilidad familiar, no sólo para los espectadores, sino para los sujetos dentro del rodaje. En éste nuevo, Bell nos testa de colores fríos, tiñendo la pantalla con blancos, azules, grises y negros, donde los habitantes reviven y sufren en carne, poros, vellos y piel la situación de formar parte del sector excluido de la última ciudad, cuando se levantan muros después de que el personaje de Patricia Clarkson, intérprete de la directora de CRUEL, Avie Page, da la orden de levantar enormes muros, repudiando a la clase baja y posiblemente enferma. ¿No será éste el inicio de la muerte en la Tierra?
La transformación del personaje interpretado por Aidan Gillen se vuelve curioso, pues desde la aparición de Jason en la saga, permanece con una irónica y burlesca sonrisa de la cual no se despoja, minutos después, ésta se ve desvanecida y transformada en hartazgo y desafío gracias al protagonista de la historia encarnado por Dylan O’brien, quien nos sumerge en un desbarajuste de hormonas desenfrenadas por la adrenalina bien repartida durante toda la cinta por lo que es casi imposible levantar los cuerpos de las butacas, ello a lado de Brodie-Sangster y su característico rostro, pues su fabulosa gesticulación viste cada situación vivida en medio del devaste natural.
La trilogía es la proyección de la distopía más previsulizada que ha tenido el ser humano cuando llegue su fin, como se ha visto no sólo en ésta sino en inimaginables filmes, aquellos que secan la boca, quitan el aliento e inmovilizan. No es un secreto, la realidad cada vez está más cerca de la ficción.
La revolución proletaria vista y desatada, puesta como producto de la paranoia es la némesis de la clase hegemónica al repeler a los ciudadanos indefensos, un poco de la venganza de la propia naturaleza quien no tardará en volver, probablemente, realidad los guiones cinematográficos. Y es que… vivimos para morir, pero, ¿en medio de un estrago a tal magnitud?
En medio de cuerpos sangrientos, muertos en calles y avenidas, viviendo en la oscuridad, con venas verdes casi saltando en piel vuelta totalmente blanca debido a su muerte fallida, seres enfermos, atrapados en otro medio muerto, dos mundos luchando, el de la enfermedad y el de supervivencia, el de la vida y la muerte. Aún al no estar en medio de un apocalipsis, ¿quién no tiene miedo a morir y hasta dónde llegamos como humanos por conseguir nuestra supervivencia?
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